La música, más allá del eslogan: una mirada crítica desde el materialismo filosófico
- GarGon music media

- 16 sept
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En los últimos años, conceptos como psicología positiva, mindfulness y neuroeducación se han incorporado con notable entusiasmo a las prácticas pedagógicas en ámbitos muy diversos, incluida la enseñanza musical. Bajo el noble objetivo de promover el bienestar, la atención plena o el desarrollo integral del alumno, estas corrientes han penetrado en las aulas acompañadas de un lenguaje envolvente y promesas de transformación personal. Sin embargo, sería necesario —y urgente— someter estas prácticas a una crítica filosófica rigurosa que permitiera discernir entre su valor instrumental y sus posibles excesos doctrinales.
Desde la perspectiva del materialismo filosófico, creo que podríamos disponer de un marco sólido para evitar el reduccionismo, el sincretismo y la confusión de planos. Así, un análisis materialista distinguiría entre tres tipos de materia: M1 (corpórea, física), M2 (psíquica, fenomenológica) y M3 (formal, objetiva, conceptual). Esta clasificación permitiría situar con precisión cada discurso en su lugar, evitando confundir una vivencia emocional con una verdad científica o una correlación neuronal con una explicación musical.
La psicología positiva, por ejemplo, promueve actitudes como el optimismo, la resiliencia o la gratitud. Aunque estas disposiciones pueden tener efectos beneficiosos sobre el estado anímico del alumno (plano M2), su elevación a marco pedagógico totalizante implica una normatividad de base moral e ideológica que no debe disfrazarse de neutralidad científica. En el contexto musical, esta perspectiva corre el riesgo de reducir la experiencia estética a un “instrumento de felicidad”, desplazando el centro de gravedad desde el sonido, la forma o la técnica hacia un bienestar genérico y superficial. Lo que se presenta como ciencia, es muchas veces una axiología disfrazada de psicología experimental.
El mindfulness, por su parte, se ofrece como una técnica de atención plena. Su valor como herramienta de focalización o de gestión emocional puede ser útil en momentos concretos del trabajo musical. No obstante, al ir acompañado de una retórica espiritualizante —de raíz budista o new age— que promueve la aceptación radical, la disolución del yo o la contemplación de “lo que es”, puede entrar en contradicción con la naturaleza operatoria, técnica y proyectiva de la práctica musical. Una pedagogía musical que se limite a “fluir” corre el riesgo de renunciar al conflicto, al esfuerzo, al error y a la tensión expresiva que son, en sí mismos, constitutivos del arte.
En cuanto a la neurociencia, sus hallazgos ofrecen información valiosa sobre las bases cerebrales de la percepción, la memoria o la emoción musical. Pero su aplicación debe ser cuidadosamente acotada. El neurocentrismo pedagógico, que pretende justificar toda decisión educativa por medio de imágenes cerebrales o activaciones sinápticas, incurre en un reduccionismo empobrecedor: el cerebro no compone, no interpreta, no escucha. El sujeto musical lo hace —y ese sujeto está formado históricamente, corporalmente y culturalmente— en niveles que exceden lo puramente neuronal.
De manera que, desde el materialismo filosófico, creo que se podría afirmar que la música pertenece al ámbito M3, el de los saberes categoriales. Su enseñanza implicaría la transmisión de estructuras, técnicas, estilos y conceptos que no pueden reducirse ni a vivencias subjetivas ni a procesos biológicos. La psicología positiva, el mindfulness y la neurociencia pueden funcionar como técnicas auxiliares (en los planos M2 y M1), pero no como fundamentos pedagógicos absolutos. En todo caso, deberían subordinarse a un proyecto artístico y formativo de mayor envergadura, centrado en el sonido, el sentido y la presencia humana.
Así, mi enfoque no rechazaría estas herramientas, pero las sometería a análisis y discernimiento.
Por todo ello, apostaría por una educación musical encarnada, crítica y artística, en la que la emoción no sustituya a la forma, el bienestar no elimine la dificultad, y la atención no se convierta en evasión. Porque, como defiendo, la música no se enseña: se contagia. Pero para contagiarla hay que haberla respirado, pensado y defendido con profundidad.





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